Es sumamente curiosa la facilidad que a veces se tienen para surgir los malentendidos entre las personas que se quieren. Pasa más seguido de lo que creemos.
¿Acaso que cuando queremos a alguien nos duele que no lo sepan y realicen ciertos desatinos que nosotros consideramos imposibles de realizar por nuestra parte?
¡Ay! Qué fácil es herir a las personas que nos importan, por el sólo hecho de no ser capaces de decirles: ¡oye! Ten cuidado que eso me hace daño… mira que eres demasiado importante para mí como para que no me duela esa frase que dijiste, o ese silencio extendido, o la falta de tiempo que siempre nos rodea, o el eterno segundo plano en el que colocas mi presencia…
Y la lista se extiende, ¿Verdad?

Una a veces se pregunta si no es algo sin sentido recriminar una y otra vez, dar a entender de manera tosca lo mal que una se siente, porque develamos ese aspecto frágil, inmaduro. ¿Y qué logramos? El agotamiento lento y progresivo de la persona querida… la amenaza de la partida o el distanciamiento, fruto de sentir que somos dañados o que dañamos.
Te descubro – me descubres.
Te quiero - me quieres.
Te daño – me dañas.
Te alejas – me inmovilizo.
Todo a veces se torna muy complicado, tanto es así que a la dificultad propia de lo ya dicho hay que tener en cuenta los aspectos accesorios pero totalmente pertinentes como son lo que le pasa al ‘otro’… y ahí por lo general se falla…

Quisiera, tal vez, en una de esas, quizás, ojalá…